
"Cuando Lucy murió con 20 años, sus hijos y su familia no celebraron
funeral ni le dieron sepultura. No es que no sintieran nada por ella, de hecho
Lucy tampoco hubiera practicado ningún tipo de ceremonia funeraria en caso de
que alguien de su familia hubiese fallecido. Y es que Lucy fue una Australopithecus
que vivió hace 3,2 millones de años en la sabana africana. Todos los humanos
estamos emparentados con ella, o bien somos descendientes directos o bien lo
somos de alguno de sus pocos congéneres. Lucy es Eva. Si la viéramos a través
de unos prismáticos que atravesaran los siglos, podríamos percatarnos de que se
parecía más a un chimpancé que a un humano. ¿Qué característica crucial posee
Lucy que la diferencia de los primates anteriores para que la consideremos el
primer escalón hacia el sapiens? Ella y los suyos fueron los primeros que
se pusieron de pie. Dejaron libres las dos extremidades que ahora nos permiten
sostener el periódico o teclear el ordenador. No lo hicieron por esto, claro:
se levantaron para, con sus manos libres, poder recolectar alimentos. Además,
tener la cabeza más alta les posibilitaba ver más allá y detectar posibles
depredadores.
Para explicar nuestro bipedismo tenemos
que viajar millones de años atrás, y sin embargo no acudimos a ese pasado a la
hora de intentar comprender nuestros miedos, nuestras motivaciones, nuestras
neuras. Pensamos en todo ello sin perspectiva, cayendo en argumentos
incompletos y ridículos. Sí que tenemos integrado que a veces la explicación de
nuestros traumas, nuestras manías o formas de comportarnos se encuentra en la
infancia. Y gracias a los conocimientos de genética y epigenética, cada vez
somos más conscientes de cómo nos pueden influir nuestros padres, abuelos,
bisabuelos… Pues bien, todavía nos quedamos cortos, si quisiéramos ampliar la
comprensión de nosotros mismos, deberíamos tirar de un hilo de millones de años
y llegar hasta Lucy.
El sociólogo, primatólogo y antropólogo
Pablo Herreros asevera: “En un estadio de fútbol detectamos patrones de
comportamiento cuyo origen hunde sus raíces en nuestro pasado tribal”. Esta
afirmación representa sólo la orilla de la idea. Cuando nuestro equipo pierde y
nos comportamos como “energúmenos”, la culpa puede ser de nuestro cavernícola
interior, pero no sólo en ese momento, sino que nuestra condición de primates
siempre está presente. Inclusive cuando estamos ante el ordenador. Somos
cromañones informáticos. Si ponemos ojos de zoólogos y analizamos las
actuaciones de los sapiens en las redes sociales, podemos encontrar: rituales
de galanteo, ataque, caza de alimentación (trabajo), demostraciones de poder,
territorialidad… En el fondo del fondo, la esencia es la misma, sólo cambia el
traje.
Ese tirar para atrás es un viaje al
centro del cerebro. El encéfalo es como los anillos del tronco de un árbol, que
va creciendo con los años. La evolución es una especie de apilamiento de
estratos. En concreto, de tres. A cada uno de ellos se le considera “un
cerebro” porque posee su propia inteligencia, su propio sentido del tiempo y
espacio, y su propia memoria. El más profundo, el que está en el centro, se
denomina “cerebro reptiliano”. No piensa, ni tiene emociones, actúa por
reflejos y homeostasis. Lo envuelve el cerebro límbico responsable de las
emociones. Y en la superficie, el neocórtex, el que nos caracteriza como
sapiens, el que se encarga de nuestro pensar. Aunque los humanos vamos muy de
intelectuales, no sólo empleamos el neocórtex, utilizamos los tres cerebros
constantemente. Por debajo de nuestra intelectualidad, está Lucy manejando los
controles, y si vamos profundizando nos encontramos otros mamíferos y reptiles
al mando.
Desmond Morris, zoólogo y autor
de El mono desnudo, inicia su libro concienciándonos de la importancia de
bucear más allá de los motivos “racionales” que empleamos para explicarnos:
“Hay ciento noventa y tres especies vivientes de simios y monos. Ciento noventa
y dos de ellas están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono
desnudo que se ha puesto a sí mismo el nombre de Homo sapiens. Esta rara y
floreciente especie pasa una gran parte de su tiempo estudiando sus más altas
motivaciones, y una cantidad de tiempo igual ignorando a conciencia las
fundamentales”.
Entramos en una moderna perfumería y
compramos una colonia para regalar a nuestro marido. Parece que nuestra
cavernícola interior no ha tenido nada que ver con la elección del perfume,
pero en realidad sí. Dado que hemos visto en diferentes ocasiones un anuncio de
esta marca podríamos deducir, en un análisis superficial, que hemos actuado
motivados por el marketing. Y en parte así es, pero resulta que en esa
publicidad en concreto el protagonista es un hombre musculoso que sostiene en
brazos a un tierno bebé. Los publicistas conocen muy bien a nuestro cromañón
particular y se dirigen a él directamente. Los estudios demuestran que una de
las imágenes que más nos dilatan las pupilas a las mujeres son las de hombres
fornidos abrazando tiernas criaturas. Nos chiflan. La cromañón que fuimos
buscaba a hombres capaces de proteger a sus crías y de esta forma asegurar la
continuidad de sus genes. Y todavía se nos siguen dilatando las pupilas cuando
vemos ejemplares así. En lo más profundo de nuestro inconsciente lo que
pretendíamos al comprar el perfume es nuestra continuidad genética.
El cavernícola que llevamos dentro nos puede explicar mucho más de lo que
pensamos. Por ejemplo, solamente recurriendo a él podemos entender los datos de
un estudio publicado en la revista The Economic Record que revela que
los hombres más altos suelen ganar más dinero que sus compañeros de corta
estatura. La altura está relacionada con la fuerza pero no con la inteligencia.
La fuerza es una gran cualidad para sobrevivir en la selva, pero no debería
serlo en la oficina. Sin embargo, nos queda todavía una inercia evolutiva que
nos hace valorar en mayor medida a los más altos.
Entre Lucy y los Beatles existe un
vínculo muy especial. Y es que a estaAustralopithecus la bautizaron con
este nombre porque, al día siguiente de hallar sus restos fósiles, el equipo de
investigación estaba escuchandoLucy in the sky with diamonds. A Lucy no le
hubiera gustado esta canción, porque de hecho los Australopithecus no
conocían la música. Parece ser que esta afición es nuestra, de los sapiens,
aunque sus orígenes más rudimentarios se remontan más allá. En los grupos
sociales más simples la aparición de la música representó un papel semejante a
los gritos de los chimpancés, o sea, actuaba de sincronizador y excitador
colectivo. Eso explica que las discotecas estén tan llenas de primates…
humanos.
“Yo creo que existe, y lo siento dentro de mí, un instinto de la
verdad o el conocimiento o el descubrimiento” Charles Darwin
“¡Animal!” es un insulto que se dice
cuando alguien comete una “salvajada”. Este adjetivo también podríamos
emplearlo cuando queremos ensalzar el comportamiento de los cooperantes. Esas
personas que dedican su vida a los demás. El altruismo también es antiguo,
primitivo, animal. Algunos cráneos fósiles de homínidos arcaicos muestran que
en los últimos años de su vida vivieron sin dientes. Sobrevivieron porque otros
les masticaban la comida.
Si clavamos la mirada en esas oscuras
pupilas que nos miran desde el espejo, podremos notar cómo
ese Australopithecus que llevamos dentro también nos contempla.
Posiblemente atónito por el lío emocional que nos caracteriza. Él podría ayudar
a desliarnos haciéndonos más comprensibles sentimientos y comportamientos que
nos parecen absurdos. Y dándonos pistas de cómo nos podemos sentir más cómodos.
Quitarnos o aflojarnos la faja de los convencionalismos sociales seguro que
sería uno de sus primeros consejos. Establecer un estrecho vínculo con ese
ancestro-maestro no es difícil: no se encuentra a millones de años de
distancia, sino que lo llevamos dentro. Se comunica con nosotros a través del
cuerpo. Así que sólo es cuestión de estar atentos a nuestra biología."
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