
“En plena
crisis, resurge con fuerza el liderazgo basado en el miedo, un liderazgo que
crea asfixiantes atmósferas en las que o nadas o te ahogas. ¿Funciona? ¿Qué
consecuencias tiene?
Nueve y
cuarto de la mañana en las oficinas centrales de una importante empresa.
Comienza la reunión trimestral de ventas. El Director Comercial se dirige a su
equipo. Pinta un retrato catastrófico de la situación: un mercado en recesión,
aumento vertiginoso de las devoluciones, un ratio de morosidad importante…
Seguidamente plantea los objetivos del trimestre, que pasan por un crecimiento
de dos dígitos. Las caras de desánimo de los vendedores son un poema y el
Director Comercial lo percibe. Tras revisar los objetivos zona por zona y ante
las muestras de escepticismo del equipo, termina su exposición con una
elocuente síntesis: “comprendo vuestra inquietud, pero esto es lo que hay,
y o alcanzamos los objetivos, o en la próxima reunión de ventas sobrarán
algunas sillas”.
LA “TORMENTA
PERFECTA” .
Vivimos
tiempos convulsos, tiempos críticos para muchas empresas, que se juegan su
subsistencia. Tiempos en los que se tienen que tomar (y es empresarialmente
necesario y correcto hacerlo) duras decisiones que pasan, entre otras cosas,
por reestructuraciones y reducciones de plantilla. Es la tormenta perfecta, el
escenario propicio para que reaparezcan formas de dirección autoritarias y
despóticas que en algunos casos creíamos superadas.
El
razonamiento para aquellos que las practican es claro: la presión es la única
manera de que la gente rinda al 100%, que den lo mejor de sí mismos. Se
necesita –según ellos- un cierto nivel de presión para tensionar a la gente,
para que sean conscientes de que deben realizar un esfuerzo suplementario, que
deben implicarse más que nunca. Para ellos es la única forma eficaz de lograr
el máximo esfuerzo de los demás. Piensan además que en el fondo no están
haciendo otra cosa que plantear abiertamente la realidad. Porque en los tiempos
que corren o todo el mundo nada y sin descanso, o la empresa se ahoga.
Hay en este
planteo una certeza en el diagnóstico pero un error fundamental en la terapia:
es cierto que en estos tiempos las organizaciones necesitan que todo el mundo
de lo mejor de si mismo y se implique al máximo, y puede llegar a ser cierto
que un cierto nivel de presión ayude a conseguirlo. Pero con extrema
facilidad se pasa de la presión al miedo, y ahí está el error: el miedo es un
mal sistema para hacer que la gente se involucre. El miedo no estimula en
absoluto, porque el miedo, por encima de todo, paraliza. Y nadie presa del
miedo es capaz de dar ni de lejos lo mejor de si mismo.
MIEDO Y
DECISIONES.
Bajo el
miedo, la mente se sabotea a sí misma. Jonah Lehrer.
Nos confirma
el divulgador científico Eduard Punset algo que durante décadas ha sido
ignorado: que las emociones están al comienzo y al final de todos los
proyectos y de todos los mecanismos de decisión. Y cuando estas emociones
toman la forma de miedo, lo que ocurre es que en nuestras decisiones comenzamos
a perder la confianza y a dudar. En ambientes presididos por el miedo,
aquellas tareas que en condiciones normales realizamos con absoluta naturalidad
y eficacia las comenzamos a revisar, nos las cuestionamos, hasta el límite de
dejar de ser capaces de llevarlas a cabo de forma natural. Dudamos de todo lo
que hasta entonces hacíamos de forma automática, de las decisiones que
tomábamos intuitivamente fruto de nuestra experiencia y profesionalidad. Presa
del miedo nos ahogamos ya que el pensamiento comienza a entorpecer decisiones
que normalmente tomábamos sin pensar, y acabamos por cuestionarnos habilidades
que hemos desarrollado y afianzado durante años.
Las emociones
son una parte crucial en el proceso de toma de decisiones. Como ha demostrado
recientemente la investigación neurológica, las decisiones no dependen
únicamente de la razón, sino de un diálogo interno permanente entre razón y
emoción. Y si en este diálogo nos encontramos secuestrados por un sentimiento
asfixiante, las decisiones más banales se vuelven imposibles de tomar.
INMERSOS EN
EL BUCLE.
“Para quien
tiene miedo todo son ruidos”. Sófocles.
¿Y que se
puede esperar de nosotros bajo esta pauta de funcionamiento?
Podemos
fácilmente caer en una situación de parálisis: somos incapaces de hacer, porque
somos incapaces de decidir. O puede ser también que empujados por la presión
que recibimos hagamos cosas, pero sin demasiado sentido. Y que empujados a
tomarlas cometamos todo tipo de errores en nuestras decisiones. Que nademos,
como quiere nuestra organización, pero sin tener claro ni hacia dónde ni por
qué motivo.
Lo que está
claro es que el miedo nos inhabilita para dar lo mejor de nosotros
mismos. Bajo el sentimiento de miedo nuestra capacidad de percepción
disminuye y como consecuencia nuestras decisiones son peores.No podemos esperar
en estas circunstancias comportamientos creativos, ni capacidad de encontrar
nuevas soluciones.
Si estas son
las consecuencias, ¿Por qué algunos jefes siguen creando ambientes de miedo? La
respuesta es sencilla: por miedo. Son muchos los directivos que viven mal la
incerteza de lo que ocurrirá. Que en su propia piel sienten el miedo de perder
su trabajo o su empresa, y actúan como correa de transmisión, catalizando toda
la presión hacia sus equipos.
Las
investigaciones neurológicas apuntan que para el ser humano el dolor de perder
es aproximadamente dos veces más fuerte que el placer de
ganar.Consecuentemente, en la toma de decisiones humanas las pérdidas cobran
mas importancia que los beneficios. Los directivos actúan en términos de evitar
la pérdida más que en términos de potenciales ganancias. Tienen más presentes
los peligros que las oportunidades, y tienen dificultades para acometer el que
debería ser su rol: evitar que la presión se multiplique, que derive en miedo y
que se transmita al resto de la organización.
La presión se
multiplica y se traslada a los equipos desde la propia definición de los
objetivos a cumplir. Es habitual ver en este escenario de crisis cómo las
empresas plantean objetivos abrumadores a su gente. “Es un reto” les dicen,
esperando conseguir su motivación. Pero la realidad es que cuando estos
objetivos son claramente inalcanzables, lo que provocan es pura
desmotivación. Ante un objetivo que sabemos que no podemos alcanzar deja
de tener sentido esforzarse. Puestos a ser penalizados, o a perder
incentivos, es lo mismo no haber llegado por mucho que por poco, con lo que no
merece la pena ni el esfuerzo de intentarlo.
¿HAY UNA
ALTERNATIVA?
“Si buscas
resultados distintos no hagas siempre lo mismo”. Albert Einstein.
La hay, pero
exige una serenidad profunda. En momentos críticos como los actuales se
necesitan nuevas visiones, nuevas soluciones, nuevos enfoques a los
problemas. Se necesita una altísima dosis de inteligencia colectiva y
cooperación. Y esto sólo sucede bajo un liderazgo inspirador y en un
ambiente de confianza. En un ambiente en el que la gente se sienta reconocida y
querida. Necesitamos que la gente exprima todo su potencial, y como afirma el
neurocientífico Mak Jung-Beeman las personas de buen humor son mejores que las
irritables y deprimidas a la hora de resolver problemas que requieren
percepción.
No hay que
edulcorar la realidad, ni pintarla del color que no es. Todo el mundo tiene que
tener debida consciencia de la situación y sus posibles consecuencias. Pero hay
que confiar en el potencial de las personas. Los directivos, ante la
presión, tienen que actuar como diques de contención en lugar de como
correas de transmisión. Tienen que mantenerla en la justa medida para que
sea estimulante, pero no paralizante. Tienen que soportar ellos una parte
de esta presión. Les pagan por ello. Por saber que el momento es crítico, pero por
estimular el talento de sus equipos para superarlo. La amenaza a la gente
no es una solución, es el principio el fin.
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